domingo, 27 de septiembre de 2009

La aldea sin sueños...

Umbuths, la aldea sin sueños
El viaje había transcurrido sin sobresaltos, el avión había aterrizado a horario en el aeropuerto de Kaduna y allí me esperaba Gbokoo, un guía contratado por la Fundación para llevarme hasta Jiaw. Desde allí me adentraría a la sabana, una zona plagada de peligros, de animales exóticos y de aldeas con costumbres extrañas y totalmente ajenas al mundo occidental.
Nigeria me resultaba un país de contrastes, el infierno y el paraíso, la riqueza y la pobreza, el petróleo y el hambre, la vida y la muerte, el progreso y la decadencia.
No sabía cómo resultaría esta expedición, era la primera vez que prefería enfrentar una aventura sin testigos, no estaba dispuesto a arriesgar la vida de otros.
Hacía un año había conseguido un aporte significativo para investigar las aldeas ignotas del sudoeste del continente negro. Ninguno de los investigadores que habían ingresado a ese territorio habían salido con vida, jamás se había vuelto a saber de ellos y todo lo que se conocía era por dichos de los lugareños.
Me encontraba sumido en mis pensamientos, hilvanando hipótesis y repasando los planes para los días subsiguientes cuando una fuerte explosión me estremeció, Gbokoo visiblemente preocupado me hizo saber que grupos étnicos marginados provocaban esas explosiones para alejar a las empresas petroleras que poco a poco avanzan sobre sus tierras, contaminando el agua, el suelo y haciendo desaparecer, casi mágicamente sus especies.
Este relato parecía de ficción, en mi camino hasta Jiaw habíamos atravesado varias aldeas y habíamos podido observar a los niños retozando detrás de las manadas de antílopes, a los pequeños babuinos o los monos recorriendo libremente los paisajes de la sabana, los montes de caoba o de obeches, verdes, altivos, intactos.
Era extremadamente paradisíaco observar en el horizonte de la sabana los colores del atardecer cruzado por infinidad de cantos de pájaros que despedían al día.
Gbokoo me despidió en la puerta del único hotel de Jiaw y me advirtió, “Duerma bien, profesor, tal vez por unos días no vuelva a hacerlo”.
Durante la noche fue difícil conciliar el sueño, había sido un día íntegro de emociones y me esperaba una larga caminata para llegar a la temida aldea.
A la madrugada emprendí la marcha por un sendero angosto que Gbokoo amablemente me había indicado, asegurándome, entre disculpas y advertencias, que nadie me acompañaría.
Caminé varias horas y descansé otras cuantas, logré dormitar unos minutos e inicié otra vez mi viaje, estaba ansioso por encontrarme con los Umbuths, me urgía saber cuál era el secreto que los condenaba al aislamiento.
Y la noche me envolvió, me capturaron los temores, una noche oscura, mortalmente oscura, con sonidos de murciélagos acechando, envolviéndose traicioneros con su traje de cuero y sus orejas puntiagudas, celosas y terriblemente sensibles esperando la presa.
Y las hienas, que se acercaban a mi fogata, curiosas y hambrientas, dispuestas a deslizarse ante mi mirada para llevarse los restos de la cena.
Y esos sonidos lúgubres, tambores ahogados de llanto y cantos penosos a la muerte. Era estremecedor, ya lo sabía, estaba cerca de la aldea, ya no podría dormirme, ellos no lo hacían jamás y hacerlo significaría el final.
Caminé varias horas más, me sentía un aventurero curioso, entrometido, arriesgado y audaz.
De pronto los vi, todos realizando sus tareas como si fuera pleno día, saqué mi libro de viaje y comencé a escribir. Llegó el amanecer, todos continuaban trabajando, las mujeres trenzaban ramas, cocinaban, pintaban sus cuerpos con colores vegetales, los hombres despostaban reses y los niños correteaban detrás de pequeñas serpientes y simpáticos monos. Todo era apacible, la calma y el sosiego acariciaban la brisa Nigeriana. Ningún indicio podría advertirme sobre sus brutales creencias.
Lentamente el cansancio comenzaba a traicionarme, pero yo lo sabía, nada debía doblegarme, si me dormía ellos me encontrarían y creyéndome muerto me enterrarían en su bárbaro sepulcro, era su rito ancestral, luego desplegarían danzas, cantos y banquetes durante varios días ofreciéndome a sus dioses.
Para los nativos dormir era morir no había otra acepción. Durante la noche continúe llenando mi cuaderno de notas, resistiendo y luchando contra los espíritus de la somnolencia.
De pronto sentí un extraño perfume a hierbas frescas, inmediatamente un extraño olor a tierra húmeda, y mas tarde, lo reconocí, era un dulce aroma a Iroko.
Mi cuerpo se sacudió convulsionado, mis manos intentaron descubrir el rostro, mis piernas lucharon por despojarse de esa tierra pesada cargada de raíces, turba y larvas, era tarde… me había quedado dormido… ya no podía respirar…y el ritual recién comenzaba.

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