domingo, 27 de septiembre de 2009

Poly

Su realidad había huido vaya a saber cuándo…vaya a saber dónde…
Desde siempre la llamaban Poly, ya a esta altura, nadie, en el barrio, recordaba si su nombre era Paula, Paola o Polonia…
Su única ostentación era un osito de peluche, percudido y gastado, como su vida y un tintineo constante que se escapaba de su muñeca derecha indicando que allí venía ella, arrastrando los pies inmersos en unos zapatos desvencijados y dejando a su paso un suave perfume que olía a violetas.
Detrás de esa imagen desgastada por el tiempo reconstruía en mi mente pequeña, curiosa y creativa un rostro bello, luminoso, y una contextura que antaño perteneciera a una hermosa mujer de origen europeo.
Le decíamos Poly, a secas, sin apellido, sin historia, sin futuro, sin cumpleaños, sin padres ni hijos, sólo ella y su gran humanidad porque si había algo que a Poly le gustaba era comer.
Diariamente mi madre dejaba en la ventana un paquetito, dulcemente envuelto con lo que sobraba del almuerzo, y mágicamente desaparecía…había pasado Poly.
No hablaba con nadie, excepto con el hombre privado de la belleza de los colores, de los paisajes, de los rostros, que vivía al final de la avenida, a quien visitaba diariamente, regalándole la magia de los sonidos, entonando coloridas melodías acompañadas de una letra que el barrio no entendía pero que disfrutaba.
Así, los dos, mientras él se balanceaba en el único mueble que habitaba la casa, al son de una canción que sólo ellos escuchaban pasaban horas pero, cuando Poly se iba el hombre perdía la sonrisa y volvía al gesto apático, perdido irremediablemente, y volvía a posar sus dedos en su muñeca contando sus pulsaciones esperando un número incierto… hasta que volvía Poly.
Él no se entregaba a la seducción de la noche, simplemente la esperaba.
Ellos eran parte del paisaje, nadie se detenía a preguntarse dónde Poly transcurría las noches frías del invierno, quién ocupaba su corazón? Dónde guardaba su perfume de violetas ? Por qué su frágil vida se había deslizado hacia la nada? Por qué el hombre de la casa sin muebles era su única compañía? Nadie.
Y un día Poly desapareció del barrio, y el único mueble de la casa del final de la avenida dejó de balancearse.
Se habían ido juntos buscando la realidad perdida vaya a saber cuándo…vaya a saber dónde…

Minicuento

Entré a la casa sigimudamente.
Cautelosa, subí por la escalera, abrí la puerta del cuarto y me deslicé entre las sábanas insinuando una danza fantasmagórica.
Él giró sobre su cuerpo y avanzó ubicándose en el centro de la amplia cama, cubrió su cuerpo en toda su extensión y sin abrir sus ojos recuperó un sueño profundo en sórdidos ronquidos, ignorando mi etérea figura…
¿Es que en esta casa ya nadie respeta a los fantasmas?.

La aldea sin sueños...

Umbuths, la aldea sin sueños
El viaje había transcurrido sin sobresaltos, el avión había aterrizado a horario en el aeropuerto de Kaduna y allí me esperaba Gbokoo, un guía contratado por la Fundación para llevarme hasta Jiaw. Desde allí me adentraría a la sabana, una zona plagada de peligros, de animales exóticos y de aldeas con costumbres extrañas y totalmente ajenas al mundo occidental.
Nigeria me resultaba un país de contrastes, el infierno y el paraíso, la riqueza y la pobreza, el petróleo y el hambre, la vida y la muerte, el progreso y la decadencia.
No sabía cómo resultaría esta expedición, era la primera vez que prefería enfrentar una aventura sin testigos, no estaba dispuesto a arriesgar la vida de otros.
Hacía un año había conseguido un aporte significativo para investigar las aldeas ignotas del sudoeste del continente negro. Ninguno de los investigadores que habían ingresado a ese territorio habían salido con vida, jamás se había vuelto a saber de ellos y todo lo que se conocía era por dichos de los lugareños.
Me encontraba sumido en mis pensamientos, hilvanando hipótesis y repasando los planes para los días subsiguientes cuando una fuerte explosión me estremeció, Gbokoo visiblemente preocupado me hizo saber que grupos étnicos marginados provocaban esas explosiones para alejar a las empresas petroleras que poco a poco avanzan sobre sus tierras, contaminando el agua, el suelo y haciendo desaparecer, casi mágicamente sus especies.
Este relato parecía de ficción, en mi camino hasta Jiaw habíamos atravesado varias aldeas y habíamos podido observar a los niños retozando detrás de las manadas de antílopes, a los pequeños babuinos o los monos recorriendo libremente los paisajes de la sabana, los montes de caoba o de obeches, verdes, altivos, intactos.
Era extremadamente paradisíaco observar en el horizonte de la sabana los colores del atardecer cruzado por infinidad de cantos de pájaros que despedían al día.
Gbokoo me despidió en la puerta del único hotel de Jiaw y me advirtió, “Duerma bien, profesor, tal vez por unos días no vuelva a hacerlo”.
Durante la noche fue difícil conciliar el sueño, había sido un día íntegro de emociones y me esperaba una larga caminata para llegar a la temida aldea.
A la madrugada emprendí la marcha por un sendero angosto que Gbokoo amablemente me había indicado, asegurándome, entre disculpas y advertencias, que nadie me acompañaría.
Caminé varias horas y descansé otras cuantas, logré dormitar unos minutos e inicié otra vez mi viaje, estaba ansioso por encontrarme con los Umbuths, me urgía saber cuál era el secreto que los condenaba al aislamiento.
Y la noche me envolvió, me capturaron los temores, una noche oscura, mortalmente oscura, con sonidos de murciélagos acechando, envolviéndose traicioneros con su traje de cuero y sus orejas puntiagudas, celosas y terriblemente sensibles esperando la presa.
Y las hienas, que se acercaban a mi fogata, curiosas y hambrientas, dispuestas a deslizarse ante mi mirada para llevarse los restos de la cena.
Y esos sonidos lúgubres, tambores ahogados de llanto y cantos penosos a la muerte. Era estremecedor, ya lo sabía, estaba cerca de la aldea, ya no podría dormirme, ellos no lo hacían jamás y hacerlo significaría el final.
Caminé varias horas más, me sentía un aventurero curioso, entrometido, arriesgado y audaz.
De pronto los vi, todos realizando sus tareas como si fuera pleno día, saqué mi libro de viaje y comencé a escribir. Llegó el amanecer, todos continuaban trabajando, las mujeres trenzaban ramas, cocinaban, pintaban sus cuerpos con colores vegetales, los hombres despostaban reses y los niños correteaban detrás de pequeñas serpientes y simpáticos monos. Todo era apacible, la calma y el sosiego acariciaban la brisa Nigeriana. Ningún indicio podría advertirme sobre sus brutales creencias.
Lentamente el cansancio comenzaba a traicionarme, pero yo lo sabía, nada debía doblegarme, si me dormía ellos me encontrarían y creyéndome muerto me enterrarían en su bárbaro sepulcro, era su rito ancestral, luego desplegarían danzas, cantos y banquetes durante varios días ofreciéndome a sus dioses.
Para los nativos dormir era morir no había otra acepción. Durante la noche continúe llenando mi cuaderno de notas, resistiendo y luchando contra los espíritus de la somnolencia.
De pronto sentí un extraño perfume a hierbas frescas, inmediatamente un extraño olor a tierra húmeda, y mas tarde, lo reconocí, era un dulce aroma a Iroko.
Mi cuerpo se sacudió convulsionado, mis manos intentaron descubrir el rostro, mis piernas lucharon por despojarse de esa tierra pesada cargada de raíces, turba y larvas, era tarde… me había quedado dormido… ya no podía respirar…y el ritual recién comenzaba.